martes, 12 de febrero de 2013

BENEDICTO XVI. EL PESO DE LA CRUZ, Isabel Orellana Vilches

El 11 de febrero de 2013, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, forma parte ya de la historia de la Iglesia y del mundo, por ser la fecha elegida por un pontífice, tan amado como denostado según el prisma de que se trate, para presentar su renuncia. Una noticia impactante, inesperada, que ha dado la vuelta al mundo suscitando toda clase de emociones y comentarios. Para los católicos de pro un hecho conmovedor que sitúa a este papa en el frontispicio de la humildad y de la inocencia evangélicas. Si todavía existe alguien que dude de la grandeza de este hombre menudo, que tras sus rasgos de timidez esconde una fortaleza y temple admirables, hoy, el día después, debería comenzar a recapacitar y tomar en consideración el trasfondo que encierra una decisión de esta magnitud. Porque quien ha dado este paso no es una persona inconsciente, quejumbrosa y débil. Por el contrario, el que todavía es Vicario de Cristo en la tierra tiene tras de sí un bagaje espiritual, intelectual y humano que no puede traducirse con palabras, y del que ya ha dejado constancia fehaciente en su imponente trayectoria.

El tiempo, que todo lo pone en su sitio, juzgará con la objetividad que procede la gracia que comenzó a derramarse sobre la Iglesia el 19 de abril de 2005 cuando se convirtió en el 265 pontífice. Ese día el peso de la cruz comenzó a ser casi tangible para él. Simplemente el hecho de haber asumido nada menos que la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante décadas, misión que le ponía en el punto de mira de los críticos de turno por tratarse de un dicasterio que suscitaba abiertas reticencias, apuntaba en su contra. Estos censores de conductas ajenas, que con su acostumbrada miopía no supieron atisbar la hondura que le acompañaba, se limitaron a calificarle de forma tan sesgada como equívoca de conservador con acento peyorativo, hoy han modificado sin rubor su esta calificativo reemplazándolo por el de revolucionario. Lo señalaron como alguien alejado de la realidad y necesidades de su tiempo, y otras presuposiciones basadas en múltiples prejuicios. Todo ello, junto a la comparación con su predecesor el beato Juan Pablo II, fulgurante en su personalidad frente a la escasa notoriedad que se vislumbraba en él, parecía convertir su pontificado en una especie de losa. Incluso se apuntaba a su incapacidad para conducir la Iglesia por las vías que cada uno pensaba debía discurrir –pura osadía–, haciendo dudar de la eficacia de su labor pastoral antes incluso de que comenzara a ejercerla. Fueron errores de peso que enseguida quedaron descalificados.

Benedicto XVI, el brillante intelectual respaldado por un currículum de infarto, el sacerdote virtuoso y fiel a Cristo en todo momento, dio una gran lección al mundo con toda humildad y sencillez. Supo afrontar estas circunstancias adversas con ejemplar serenidad, delicadeza, sin conatos de rivalidad, envidias ni otros desmanes que ajenas intenciones y no buenas precisamente vertieron sobre él desde el primer instante. Ahí está su elegancia puesta de manifiesto en una cálida sonrisa con la que se asomó a su ventana, sonrisa que ha iluminado momentos de alta tensión y complejidad estos años, tras la cual difícilmente se hubiera podido vislumbrar la envergadura de la delicada misión que llevaba sobre sus hombros. Porque los gestos de este pontífice siempre han sido entrañables, cercanos, conciliadores, amables en cualquier situación, ponderados y dispuestos a acoger toda miseria con inmensa ternura. Si dudan de ello, busquen en las hemerotecas declaraciones e imágenes; examinen minuciosamente los pasos que ha dado. Los medios de comunicación acumulan millares de testimonios al respecto. Hoy día se cumple en gran medida el aserto evangelio cuando dice que todo lo oculto saldrá a la luz. El papa se ha extendido con tanta largueza y sencillez como naturalidad, todo lo cual en conjunto remite a la idea de una responsabilidad que hubiera podido parecer infinitamente más liviana de lo que realmente es y ha sido. Pero todo eso no le libera del peso de la cruz, compartida con Cristo, que ha cargado obedientemente sobre sus espaldas sosteniendo a la Iglesia.

En ese espacio recóndito, inviolable, en el que únicamente penetra Dios cuando la criatura se dirige a Él, el papa en su soledad, sin tener donde reclinar su cabeza, hincado de rodillas ante el sagrario, habrá meditado largamente y no sin dolor en esta ponderada resolución que debía tomar. Simplemente esta escena conmueve poderosamente aunque solo fuera por tratarse de alguien que por edad y vencimiento progresivo de las facultades  -ley de vida-, pero en toda su conciencia, conoce mejor que nadie la trascendencia de la misma. Si a eso se le añade su amor a la Iglesia que lleva clavada en lo más hondo de su ser no cabe duda de que el aguijón del sufrimiento que comporta pensar en los demás por encima de uno mismo ha debido tener cotas inmensas. Eso da idea también de la fragilidad que advierte en su persona y de la humildad con la que la ha afrontado aún sabiendo que es espectáculo para el mundo. Es un gesto humano, como también se ha destacado, de innegable valentía que merece todo respeto.

La historia extraerá las notas de una sinfonía de entrega ejecutada con indiscutible maestría por este esteta, sensible a la música y al arte, extraordinario maestro de la moral, este hombre de Dios que ha llevado a la Iglesia sosteniéndola firmemente por intrincados vericuetos sembrados de ocultas flaquezas humanas. Le ha tocado lidiar con dramáticas herencias que han tenido en los débiles uno de sus flancos y no le ha temblado el pulso para denunciarlas y ponerlas en mano de la justicia. Ha sido un clarividente teólogo que ha denunciado los errores y endebles puntos de vista de ciertas ideologías, un mártir de la ingratitud traicionado en su propio entorno, papa del perdón, un pontífice que ha tomado el testigo de su predecesor velando por la fe de los jóvenes que esperaban gozar de su presencia en Río de Janeiro y a través de las redes sociales inmediatamente le han respaldado y mostrado su cariño, un fecundo escritor que ha sabido acercar a las gentes sencillas los misterios de la fe. Preocupado por el devenir de la Iglesia y del mundo no ha dejado de nutrirnos con su oración y reflexión. Gran estratega del discurso genuino, riguroso, ha abordado cuestiones que muchos en su cortedad de miras no supieron entender como ha sucedido con intervenciones que hicieron correr ríos de tinta y fueron mal interpretadas hasta la saciedad. No soy yo quien va a volver ahora sobre ellas; son bien conocidas. Deja una sensacional herencia al pensamiento con textos magistrales, encíclicas, sermones, catequesis, numerosos estudios y ensayos diversos que nutren a los estudiosos de multitud de paraninfos académicos. De todo ello se habla ya y seguirá haciéndose al menos hasta que culmine el plazo que se ha impuesto, con infinidad de noticias y balances de lo que han dado de sí estos años al frente de la Iglesia. Pero siempre, no se olvide, habría que señalar al peso de la cruz a la que vive abrazado, hilvanada de renuncias y de sacrificios, de noches interminables de oración, jornadas cuajadas de sufrimientos personales y ajenos, éstos aún más dolorosos, y una suma de preocupaciones que se amontonan imprevisiblemente en su agenda cotidiana más las que un papa que está alumbrado por el Espíritu Santo conoce. Ha dado a la Iglesia este Año de la Fe como antes había dedicado otros a los sacerdotes, por ejemplo, y ha sido adalid de la nueva evangelización. Benedicto XVI nos ha amado y sigue haciéndolo. Simplemente por todo ello merece nuestra piedad y gratitud. No interpretemos como casualidad que haya elegido ese momento en el que se trataba de la canonización de nuevos miembros de la Iglesia para anunciar su renuncia porque este pontífice no ha dado ningún paso al azar. Queda abierto para la reflexión. También ha dejado para su sucesor fecundas vías abiertas en todos los frentes.

Hoy adquiere nuevo realce la modesta presentación que hizo de sí mismo cuando fue elegido pontífice:

“Queridos hermanos y hermanas: después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado. ¡Gracias!”.

Comparándolas con las palabras que ha pronunciado para anunciar su renuncia se vuelve a constatar su humildad y pureza de corazón: “… he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado […]. Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos…”.

Escuchándole hablar así, no cabe hacer más comentarios. Aunque los analistas y la tromba de comentaristas salgan al paso haciendo sus particulares consideraciones en un compendio interminable de reacciones diversas, repito, la clave de su acontecer está en su ilimitado abrazo a la cruz, esa tras la que sigue pertrechado alumbrando al mundo. Es la señal, el signo indeleble de un hijo de Dios, del cristiano, del seguidor de Cristo.

Gracias, amado pontífice. Gracias, de todo corazón, por tanta dedicación y generosidad derrochadas sin nosotros saberlo, sin exigir nada a cambio, por tantos desvelos, por sostenernos con tu oración; gracias por habernos entregado lo mejor de ti, por haberte desgastado por Cristo y su Iglesia, y por seguir llevando sobre tus hombros el peso de la cruz… Te echaremos mucho de menos. Estamos siempre contigo.

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