El 11 de febrero de 2013, festividad de Nuestra
Señora de Lourdes, forma parte ya de la historia de la Iglesia y del mundo, por
ser la fecha elegida por un pontífice, tan amado como denostado según el prisma
de que se trate, para presentar su renuncia. Una noticia impactante,
inesperada, que ha dado la vuelta al mundo suscitando toda clase de emociones y
comentarios. Para los católicos de pro un hecho conmovedor que sitúa a este
papa en el frontispicio de la humildad y de la inocencia evangélicas. Si
todavía existe alguien que dude de la grandeza de este hombre menudo, que tras
sus rasgos de timidez esconde una fortaleza y temple admirables, hoy, el día
después, debería comenzar a recapacitar y tomar en consideración el trasfondo
que encierra una decisión de esta magnitud. Porque quien ha dado este paso no
es una persona inconsciente, quejumbrosa y débil. Por el contrario, el que
todavía es Vicario de Cristo en la tierra tiene tras de sí un bagaje espiritual,
intelectual y humano que no puede traducirse con palabras, y del que ya ha
dejado constancia fehaciente en su imponente trayectoria.
El tiempo, que todo lo pone en su sitio, juzgará con
la objetividad que procede la gracia que comenzó a derramarse sobre la Iglesia
el 19 de abril de 2005 cuando se convirtió en el 265 pontífice. Ese día el peso
de la cruz comenzó a ser casi tangible para él. Simplemente el hecho de haber
asumido nada menos que la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la
Fe durante décadas, misión que le ponía en el punto de mira de los críticos de
turno por tratarse de un dicasterio que suscitaba abiertas reticencias,
apuntaba en su contra. Estos censores de conductas ajenas, que con su
acostumbrada miopía no supieron atisbar la hondura que le acompañaba, se
limitaron a calificarle de forma tan sesgada como equívoca de conservador con
acento peyorativo, hoy han modificado sin rubor su esta calificativo
reemplazándolo por el de revolucionario. Lo señalaron como alguien alejado de
la realidad y necesidades de su tiempo, y otras presuposiciones basadas en
múltiples prejuicios. Todo ello, junto a la comparación con su predecesor el
beato Juan Pablo II, fulgurante en su personalidad frente a la escasa
notoriedad que se vislumbraba en él, parecía convertir su pontificado en una
especie de losa. Incluso se apuntaba a su incapacidad para conducir la Iglesia
por las vías que cada uno pensaba debía discurrir –pura osadía–, haciendo dudar
de la eficacia de su labor pastoral antes incluso de que comenzara a ejercerla.
Fueron errores de peso que enseguida quedaron descalificados.