En ese instante exacto en el que alcanza su cenit el aserto evangélico de ser espectáculo para el mundo, Francisco se presentó ante él hace una semana, revestido de fortaleza, impregnando a todos de su gravedad y emoción. En esos iniciales segundos en los que se hacía a la idea de su altísima responsabilidad ya dio muestras de que hay cosas que no se improvisan: anidan en el corazón. Los primeros gestos, esos que se miden por su alcance con minuciosa precisión, y más en una circunstancia tan poco común, surgieron como un rayo de luz en el umbral de esta primavera. Y Francisco, que ha querido incorporar a su nombre la memoria y la indeleble huella del mundialmente aclamado Poverello, enseguida plasmó su religiosa impronta con una humildad y sencillez conmovedoras. Lo vimos todos y se ha recordado mucho estos días: gratitud por su antecesor, el amado pontífice emérito Benedicto XVI, tierna devoción a María, petición de oraciones y una entrañable cercanía que dejó a todos sin saber qué decir, seducidos por su falta de boato y un fraterno sentimiento de familia sellando el corazón. En muy pocas palabras vertió raudales de esperanza a los millones de personas que le contemplábamos desde todos los puntos del planeta. Un nuevo pontífice que sin ser excesivamente joven, como los vaticinadores se habían ocupado de vociferar los días previos a la elección, porque así lo deseaban juzgándolo un bien para la Iglesia, aunaba en si mismo la experiencia de un hombre de Dios que llevaba décadas perseverando en el carisma ignaciano al que fue llamado para seguirle.
Es aquí, en este punto exacto, en el que, a mi modo de ver, han de confluir cualquiera de las observaciones que hayan de hacerse respecto a los signos que ha ido dando. Amor por la pobreza, austeridad, sensibilidad hacia los desfavorecidos, a todos los que sufren en su cuerpo y en su alma enfermedad, soledad, desamparo, preocupación por las necesidades ajenas que antepone a las propias, etc. Todo ello revestido de la oración, que nunca olvida, que suplica para sí, que ofrece por los demás y brota de sus labios a cada instante, tienen ese cariz religioso. Y la religiosidad, manifestación externa de quien ha hecho acopio de las virtudes evangélicas, es la brújula que marca la autenticidad de una entrega. Los pasos que el papa da, las palabras que viene pronunciando están amasadas en muchos años de fidelidad a su vocación. Vinculado libremente por unos votos, conoce perfectamente la libertad que brota del ejercicio de la pobreza, de la castidad y de la obediencia. Son fronteras de una vida que tiene como objeto dispensar la caridad a raudales a un prójimo que, ya se ve, le corre por sus venas de padre y de pastor. Volcado en las necesidades ajenas, como su fundador, como Francisco de Asís, en calidad de jesuita añade otro voto de fidelidad al Santo Padre. Y todos hemos percibido con qué afecto y gratitud habla de sus predecesores. Llama la atención su recuerdo a Pablo VI que ha vertido en entrevistas, en manifestaciones… de modo que no estará de más volver a la biografía de ese gran pontífice, porque sin duda su trayectoria, tantas veces incomprendida, mucho le debe decir al papa Francisco.
Ninguno seríamos nada sin los que nos antecedieron. Eso lo tiene muy presente este nuevo Pastor de la Iglesia. Es otro signo de su espíritu religioso. Como también su alusión a la gracia que lleva anexa la edad. Ésta nunca es un peso para un consagrado, que no cesa en su entrega hasta el último aliento. El papa ha tenido muy en cuenta este plus que los años conllevan en experiencia, en sabiduría, en saber actuar convenientemente cuando se vive en el regazo de Dios. Está bordeando los ochenta; sabe perfectamente lo que quiere transmitir con esta idea que compartió hace unos días con los cardenales, haciéndose extensiva a toda la Iglesia. Puede que las alusiones a épocas eclesiales marcadas por el esplendor del amor que él trasluce en su propia persona estén rompiendo esquemas, se califiquen como algo novedoso e inesperado, porque se desconoce o se ha olvidado lo que fue la Iglesia en sus orígenes, o también por falta de conocimiento de lo que es en esencia una vida religiosa. Nuestra historia la inició Cristo. Y junto a Él, un grupo de hombres y mujeres idealistas, apasionados, seducidos por su mensaje le siguieron hasta el fin ofreciéndolo todo. Personas que no temieron la muerte. Remontando sus temores y debilidades salieron por los caminos para confesar la fe prodigando el bien a manos llenas, como también ha recordado este papa que debemos hacer, dando testimonio de ello en primera persona. El ideal de la santidad que animaba a esos primeros cristianos fue el mismo al que se abrazó Francisco de Asís e Ignacio de Loyola, como lo hicieron incontables santos y santas, como tantos otros siguen soñando y luchando alcanzar hoy en día. Es ese mismo afán en el que el papa Francisco vendrá meditando desde que se produjo su personal llamamiento siendo casi un niño. Podría decirse entonces, que no es que haya nada nuevo bajo el sol. Lo que ocurre es que en el modo de actuar –cada persona tiene su impronta y lleva consigo la experiencia vivencial que ha marcado su acontecer– este pontífice está desempolvando para muchos desconocedores de los entresijos de una vida de entrega lo que ella significa. El sesgo religioso que le anima es el que se espera de un consagrado como él. Él mismo es su programa. Lo encarna en sí. Antes en la misión que tenía, y ahora como cabeza visible de la Iglesia. Cuando en esa ofrenda se incluyen los matices evangélicos, naturalmente se sorprende a los demás. Cristo lo hacía. Y Él es nuestro excelso modelo.
Ninguno seríamos nada sin los que nos antecedieron. Eso lo tiene muy presente este nuevo Pastor de la Iglesia. Es otro signo de su espíritu religioso. Como también su alusión a la gracia que lleva anexa la edad. Ésta nunca es un peso para un consagrado, que no cesa en su entrega hasta el último aliento. El papa ha tenido muy en cuenta este plus que los años conllevan en experiencia, en sabiduría, en saber actuar convenientemente cuando se vive en el regazo de Dios. Está bordeando los ochenta; sabe perfectamente lo que quiere transmitir con esta idea que compartió hace unos días con los cardenales, haciéndose extensiva a toda la Iglesia. Puede que las alusiones a épocas eclesiales marcadas por el esplendor del amor que él trasluce en su propia persona estén rompiendo esquemas, se califiquen como algo novedoso e inesperado, porque se desconoce o se ha olvidado lo que fue la Iglesia en sus orígenes, o también por falta de conocimiento de lo que es en esencia una vida religiosa. Nuestra historia la inició Cristo. Y junto a Él, un grupo de hombres y mujeres idealistas, apasionados, seducidos por su mensaje le siguieron hasta el fin ofreciéndolo todo. Personas que no temieron la muerte. Remontando sus temores y debilidades salieron por los caminos para confesar la fe prodigando el bien a manos llenas, como también ha recordado este papa que debemos hacer, dando testimonio de ello en primera persona. El ideal de la santidad que animaba a esos primeros cristianos fue el mismo al que se abrazó Francisco de Asís e Ignacio de Loyola, como lo hicieron incontables santos y santas, como tantos otros siguen soñando y luchando alcanzar hoy en día. Es ese mismo afán en el que el papa Francisco vendrá meditando desde que se produjo su personal llamamiento siendo casi un niño. Podría decirse entonces, que no es que haya nada nuevo bajo el sol. Lo que ocurre es que en el modo de actuar –cada persona tiene su impronta y lleva consigo la experiencia vivencial que ha marcado su acontecer– este pontífice está desempolvando para muchos desconocedores de los entresijos de una vida de entrega lo que ella significa. El sesgo religioso que le anima es el que se espera de un consagrado como él. Él mismo es su programa. Lo encarna en sí. Antes en la misión que tenía, y ahora como cabeza visible de la Iglesia. Cuando en esa ofrenda se incluyen los matices evangélicos, naturalmente se sorprende a los demás. Cristo lo hacía. Y Él es nuestro excelso modelo.
Quien acepta la invitación universal a vivir la santidad y cree que Dios nos pone al lado justamente a la persona o personas que necesitamos para que nos ayuden a alcanzarla, convendrá en la pertinencia de un pontífice como Francisco que, además, ha sido elegido por el Espíritu Santo a través de los cardenales para dirigir a la Iglesia justamente en este momento concreto. Cada época histórica se ha caracterizado por la presencia de un Pastor que era el que le convenía. ¿Y si Cristo quisiera que esos matices clásicos, originales de la santidad, sintetizados en el genuino espíritu religioso, que no son patrimonio de consagrados, sino que están abiertos a toda persona con independencia de edad y condición, brillaran en este momento en la Iglesia? ¿Y si la presencia novedosa de un sucesor vinculado a un movimiento eclesial fuera la respuesta de Cristo para dar cauce a las necesidades que presenta? Dios tiene sus propios signos. Y antes de que se produjera, sabíamos que la elección del papa no sería casual. Habrá que seguir muy atentamente el devenir de este pontificado que inició oficialmente su andadura el día de san José.
Cabe esperar que tantos vítores como está recibiendo Francisco no se diluyan en el aire, sino que lo que hace y dice se encarne en la vida particular de cada fiel. Que no suceda como ha ocurrido antes con otros pontífices, como el carismático Juan Pablo II, que aglutinó a millones de personas, auténticas riadas de jóvenes, por ejemplo, que le aclamaron sin cesar, pero que haciendo balance de los resultados efectivos para la vida espiritual, seguramente no fueron tantos los que después tomaron como suyas las profundas lecciones que impartió. Las emociones son como un frágil globo sonda que se lanza a los cuatro vientos y que se desploma fácilmente. Espiritualmente hay que verlas con prudencia; a veces socavan los cimientos de una vocación. No caben las comparaciones, ni tampoco hay que dejarse llevar por enfervorizados sentimientos que puedan discurrir fuera de los cauces pertinentes. El papa es el Vicario de Cristo, pero es eso: Vicario. Y en él hemos de ver al Hijo de Dios. Este sentimiento guió a San Pablo: «ya no soy yo sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Eso es lo que pretende Francisco, anhelo compartido con sus antecesores. Cristo fue vitoreado también y ya sabemos que de las aclamaciones, de una cena, pasó a la cruz. Además de admirar, hay que vivir. Si en el papa vemos sencillez, espíritu de mansedumbre y de pobreza, una vuelta a los orígenes, un afán de servicio, en eso hemos de centrarnos y no sólo para alegrarnos, lo cual está muy bien, sino para vivir esas virtudes. De nada valdría quedarse únicamente con la imagen emotiva de los maravillosos momentos que nos está ofreciendo. Con ellos nos recuerda que Cristo vive en él. Pero de cada uno depende que esa formidable lección de amor no se marchite haciendo inútil el mensaje esencial que nos dio ya en el primer instante en que se asomó a la ventana el pasado 13 de marzo cuando con su imponente silencio y recogimiento nos invitaba a asomarnos al cielo. Con toda sencillez, no se cansa de decir que nos necesita. También nosotros a él. Le agradecemos de todo corazón que haya suscitado ya tantas esperanzas en la Iglesia. Secundémosle. De ese modo, seguiremos a Cristo y le ayudaremos a revitalizarla. Será la muestra palpable de que ese incondicional amor que ya le profesamos, y que le vamos transmitiendo, es auténtico.
Cabe esperar que tantos vítores como está recibiendo Francisco no se diluyan en el aire, sino que lo que hace y dice se encarne en la vida particular de cada fiel. Que no suceda como ha ocurrido antes con otros pontífices, como el carismático Juan Pablo II, que aglutinó a millones de personas, auténticas riadas de jóvenes, por ejemplo, que le aclamaron sin cesar, pero que haciendo balance de los resultados efectivos para la vida espiritual, seguramente no fueron tantos los que después tomaron como suyas las profundas lecciones que impartió. Las emociones son como un frágil globo sonda que se lanza a los cuatro vientos y que se desploma fácilmente. Espiritualmente hay que verlas con prudencia; a veces socavan los cimientos de una vocación. No caben las comparaciones, ni tampoco hay que dejarse llevar por enfervorizados sentimientos que puedan discurrir fuera de los cauces pertinentes. El papa es el Vicario de Cristo, pero es eso: Vicario. Y en él hemos de ver al Hijo de Dios. Este sentimiento guió a San Pablo: «ya no soy yo sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Eso es lo que pretende Francisco, anhelo compartido con sus antecesores. Cristo fue vitoreado también y ya sabemos que de las aclamaciones, de una cena, pasó a la cruz. Además de admirar, hay que vivir. Si en el papa vemos sencillez, espíritu de mansedumbre y de pobreza, una vuelta a los orígenes, un afán de servicio, en eso hemos de centrarnos y no sólo para alegrarnos, lo cual está muy bien, sino para vivir esas virtudes. De nada valdría quedarse únicamente con la imagen emotiva de los maravillosos momentos que nos está ofreciendo. Con ellos nos recuerda que Cristo vive en él. Pero de cada uno depende que esa formidable lección de amor no se marchite haciendo inútil el mensaje esencial que nos dio ya en el primer instante en que se asomó a la ventana el pasado 13 de marzo cuando con su imponente silencio y recogimiento nos invitaba a asomarnos al cielo. Con toda sencillez, no se cansa de decir que nos necesita. También nosotros a él. Le agradecemos de todo corazón que haya suscitado ya tantas esperanzas en la Iglesia. Secundémosle. De ese modo, seguiremos a Cristo y le ayudaremos a revitalizarla. Será la muestra palpable de que ese incondicional amor que ya le profesamos, y que le vamos transmitiendo, es auténtico.
Isa has escrito clarisimamente lo que yo siento por este Pontífice: se le nota que es religioso, y justamente eso es lo que más me gusta de él, hace muchos siglos que no teníamos a un papa religioso. Justamente ahora la impronta religiosa del consagrado es lo que hace falta.
ResponderEliminarGracias Isa, es artículo me ha llegado al profundo del corazón.