A los apóstoles les costó creer en la resurrección, a pesar de que Cristo se la había anunciado. La tristeza se había apoderado de ellos tras su muerte. Esperaban un Cristo distinto, capaz de transformar sólo con su presencia, predicación y milagros, el corazón de los hombres, primero de los judíos, después de los paganos, y si no de alguna manera tendría que imponerse, incluso a los poderes de este mundo y a la dominación romana, pues Israel es el pueblo elegido por Dios y el Cristo es su Mesías. No podían comprender que la muerte en la cruz resumía toda su vida pública y lo que les había enseñado, la humildad de un amor llevado al extremo. “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn.12,24). Cuando les es anunciada la resurrección por parte de las mujeres que acudieron al sepulcro el primer día de la semana, María Magdalena, Juana y María la de Santiago, “a ellos todas aquellas palabras les parecían desatinos y no las creían” (Lc.24,11). Incluso Pedro que vio el sepulcro vacío “volvió a casa, asombrado por lo sucedido” (Lc.24,12). Fue necesario que Cristo se les apareciera en distintas ocasiones, comer con ellos y que lo tocaran para que creyeran y para elevar su ánimo, como se refleja en los discípulos de Emaús y en Tomás; preparándoles para que, en el momento oportuno, tras Pentecostés, pudieran dar valiente testimonio de Él.
Cuando tenemos concepciones preformadas de quien es Dios, cómo debe de comportarse, lo que debemos esperar de Él, lo que quiere de nosotros, etc., no estamos en oración, no escuchamos al Espíritu Santo que nos inspira, y no nos enteramos de cuál es su deseo real para con nosotros. No hay inspiración si no perdemos nuestras preconcepciones para, libres y abiertos al Espíritu Santo, podamos comprender a Dios, saber qué quiere, entender por qué actúa de esa manera en cada caso y comprender cuáles son mis limitaciones e imperfecciones para poder hacer algo por cambiarlas con su gracia; así como lo que quiere de cada uno de nosotros.
Para resucitar hay que morir previamente. Morir, una muerte física, biológica, es fácil, no hay más que esperar a que en el tiempo se concluyan las leyes biológicas del desarrollo y posterior deterioro. Una muerte que nadie desea, quizás por ir en contra del destino original para el que fuimos creados, la asunción al cielo sin pasar por la muerte, como María al nacer Inmaculada. Pero nosotros, herederos del pecado original, tenemos que pasar por la muerte. Sin embargo, la otra muerte nos es más difícil, morir viviendo. Morir cada día a toda la negatividad que tenemos por nacimiento, tendencias del pecado original, y a aquellas que a lo largo de la educación y vivencias de este mundo hemos adquirido. El morir a todo lo mío y a mí mismo es místico vivir, pues empezó por Él que me llamó y me tocó a fin de que le diera permiso para entrar en mí y poder comer juntos el ágape sagrado. Si somos acogedores como respuesta, Él habitará nuestro espíritu.
Tengamos permanentemente la consciencia de que somos inhabitados por las Personas Divinas que nos constituyen y nos santifican. Una consciencia que me lleva, por amor, a una permanencia constante en atenderles y servirles muriendo a mí mismo, como Ellas hacen conmigo. ¿Esta inhabitación en mi espíritu no es un servicio total que me hacen por el amor absoluto que me tienen?
Morir a todo lo mío y a mí mismo es condición para la resurrección mística, que es vivir un espíritu nuevo que me mantiene, aunque en el mundo, alejado del mundo, de su forma de pensar y de desear, tal como nos dice San Pablo:“Os exhorto… a que os ofrezcáis a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cual es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom. 12, 1,2).
Pidamos la gracia purificadora que nos abra plenamente a la gracia santificante y vivir así el destino para el que fuimos creados por un Padre que nos ama hasta el extremo de entregarnos a su Hijo. ¿Hay amor más grande que ponerse en nuestras débiles y limitadas manos, sabiendo que le íbamos a escarnecer y crucificar, con el fin de mostrarnos su Paternidad incontestable y nos demos cuenta de que somos sus hijos añorados en la casa Paterna? Ciertamente somos hijos pródigos que nos hemos levantado para volver a la casa del Padre, donde la gloria divina se manifiesta en la música festiva que prepara comiendo el becerro cebado por el regreso de tantos hijos que se habían perdido, pues “Hay más alegría en el Cielo por un solo pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión (Lc. 15,7). Somos pecadores en camino hacia la casa Paterna, ya oímos la alegría de la fiesta y ya el Padre sale a nuestro encuentro para acogernos con un beso, pues diariamente mira a ver si regresamos…
Déjame, Señor, morir un rato.
Lo que tarda mi reloj
en dar “y cuarto”.
Que una resurrección pequeña
vale ya más…
que haber vivido siempre.
(Fernando Rielo, Pasión y muerte)