sábado, 30 de marzo de 2013

"SIN MUERTE NO HAY RESURRECCIÓN", Ricardo Gómez


A los apóstoles les costó creer en la resurrección, a pesar de que Cristo se la había anunciado. La tristeza se había apoderado de ellos tras su muerte. Esperaban un Cristo distinto, capaz de transformar sólo con su presencia, predicación y milagros, el corazón de los hombres, primero de los judíos, después de los paganos, y si no de alguna manera tendría que imponerse, incluso a los poderes de este mundo y a la dominación romana, pues Israel es el pueblo elegido por Dios y el Cristo es su Mesías. No podían comprender que la muerte en la cruz resumía toda su vida pública y lo que les había enseñado, la humildad de un amor llevado al extremo. “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn.12,24). Cuando les es anunciada la resurrección por parte de las mujeres que acudieron al sepulcro el primer día de la semana, María Magdalena, Juana y María la de Santiago, “a ellos todas aquellas palabras les parecían desatinos y no las creían” (Lc.24,11). Incluso Pedro que vio el sepulcro vacío “volvió a casa, asombrado por lo sucedido” (Lc.24,12). Fue necesario que Cristo se les apareciera en distintas ocasiones, comer con ellos y que lo tocaran para que creyeran y para elevar su ánimo, como se refleja en los discípulos de Emaús y en Tomás; preparándoles para que, en el momento oportuno, tras Pentecostés, pudieran dar valiente testimonio de Él. 





Cuando tenemos concepciones preformadas de quien es Dios, cómo debe de comportarse, lo que debemos esperar de Él, lo que quiere de nosotros, etc., no estamos en oración, no escuchamos al Espíritu Santo que nos inspira, y no nos enteramos de cuál es su deseo real para con nosotros. No hay inspiración si no perdemos nuestras preconcepciones para, libres y abiertos al Espíritu Santo, podamos comprender a Dios, saber qué quiere, entender por qué actúa de esa manera en cada caso y comprender cuáles son mis limitaciones e imperfecciones para poder hacer algo por cambiarlas con su gracia; así como lo que quiere de cada uno de nosotros.


Para resucitar hay que morir previamente. Morir, una muerte física, biológica, es fácil, no hay más que esperar a que en el tiempo se concluyan las leyes biológicas del desarrollo y posterior deterioro. Una muerte que nadie desea, quizás por ir en contra del destino original para el que fuimos creados, la asunción al cielo sin pasar por la muerte, como María al nacer Inmaculada. Pero nosotros, herederos del pecado original, tenemos que pasar por la muerte. Sin embargo, la otra muerte nos es más difícil, morir viviendo. Morir cada día a toda la negatividad que tenemos por nacimiento, tendencias del pecado original, y a aquellas que a lo largo de la educación y vivencias de este mundo hemos adquirido. El morir a todo lo mío y a mí mismo es místico vivir, pues empezó por Él que me llamó y me tocó a fin de que le diera permiso para entrar en mí y poder comer juntos el ágape sagrado. Si somos acogedores como respuesta, Él habitará nuestro espíritu.


Tengamos permanentemente la consciencia de que somos inhabitados por las Personas Divinas que nos constituyen y nos santifican. Una consciencia que me lleva, por amor, a una permanencia constante en atenderles y servirles muriendo a mí mismo, como Ellas hacen conmigo. ¿Esta inhabitación en mi espíritu no es un servicio total que me hacen por el amor absoluto que me tienen?


Morir a todo lo mío y a mí mismo es condición para la resurrección mística, que es vivir un espíritu nuevo que me mantiene, aunque en el mundo, alejado del mundo, de su forma de pensar y de desear, tal como nos dice San Pablo:“Os exhorto… a que os ofrezcáis a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cual es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom. 12, 1,2).


Pidamos la gracia purificadora que nos abra plenamente a la gracia santificante y vivir así el destino para el que fuimos creados por un Padre que nos ama hasta el extremo de entregarnos a su Hijo. ¿Hay amor más grande que ponerse en nuestras débiles y limitadas manos, sabiendo que le íbamos a escarnecer y crucificar, con el fin de mostrarnos su Paternidad incontestable y nos demos cuenta de que somos sus hijos añorados en la casa Paterna? Ciertamente somos hijos pródigos que nos hemos levantado para volver a la casa del Padre, donde la gloria divina se manifiesta en la música festiva que prepara comiendo el becerro cebado por el regreso de tantos hijos que se habían perdido, pues “Hay más alegría en el Cielo por un solo pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión (Lc. 15,7). Somos pecadores en camino hacia la casa Paterna, ya oímos la alegría de la fiesta y ya el Padre sale a nuestro encuentro para acogernos con un beso, pues diariamente mira a ver si regresamos…






Déjame, Señor, morir un rato.


Lo que tarda mi reloj


en dar “y cuarto”.


Que una resurrección pequeña


vale ya más…


que haber vivido siempre.

(Fernando Rielo, Pasión y muerte)

jueves, 21 de marzo de 2013

PAPA FRANCISCO: SENCILLAMENTE RELIGIOSO. Isabel Orellana Vilches

En ese instante exacto en el que alcanza su cenit el aserto evangélico de ser espectáculo para el mundo, Francisco se presentó ante él hace una semana, revestido de fortaleza, impregnando a todos de su gravedad y emoción. En esos iniciales segundos en los que se hacía a la idea de su altísima responsabilidad ya dio muestras de que hay cosas que no se improvisan: anidan en el corazón. Los primeros gestos, esos que se miden por su alcance con minuciosa precisión, y más en una circunstancia tan poco común, surgieron como un rayo de luz en el umbral de esta primavera. Y Francisco, que ha querido incorporar a su nombre la memoria y la indeleble huella del mundialmente aclamado Poverello, enseguida plasmó su religiosa impronta con una humildad y sencillez conmovedoras. Lo vimos todos y se ha recordado mucho estos días: gratitud por su antecesor, el amado pontífice emérito Benedicto XVI, tierna devoción a María, petición de oraciones y una entrañable cercanía que dejó a todos sin saber qué decir, seducidos por su falta de boato y un fraterno sentimiento de familia sellando el corazón. En muy pocas palabras vertió raudales de esperanza a los millones de personas que le contemplábamos desde todos los puntos del planeta. Un nuevo pontífice que sin ser excesivamente joven, como los vaticinadores se habían ocupado de vociferar los días previos a la elección, porque así lo deseaban juzgándolo un bien para la Iglesia, aunaba en si mismo la experiencia de un hombre de Dios que llevaba décadas perseverando en el carisma ignaciano al que fue llamado para seguirle.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Legitimidad de las imágenes de nuestra Semana Santa.




Legitimidad de las imágenes de nuestra Semana Santa
Juan Manuel Morilla Delgado

Nuestra Parroquia de San Pedro Apóstol en la Barriada del Río San Pedro venera a Jesucristo como  “Cristo del Amor”. Es el amor sobrenatural de Cristo el pan que nosotros necesitamos, con una mayor prioridad que cualquier otra necesidad. «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). Cristo, siendo el Cristo del Amor, como lo vemos representado en nuestra imagen; expresa a Cristo muerto de amor, desangrado de amor, deshidratado de amor; porque la sed de su amor por nosotros, por nuestra salvación, por nuestra santidad, ha hecho que Cristo exhale en su palabra la aspiración divina de su corazón: “Tengo sed”. Y aquí no se trata de una sed física, sino de una sed aún fuerte, que es la sed divina de salvar y morir; no sólo una vez, sino siempre con tal de salvar una sola alma. Es por ello ese carácter divino del amor de, o “Cristo del amor”, el que hace que Jesucristo, el único Mediador, como sacerdote y sacrificio, nos abre las puertas del cielo; que la Iglesia nos da por medio el sacramento del bautismo y mediante los demás sacramentos, particularmente en la Eucaristía. 
Este amor sobrenatural de Cristo, fundado en la Eucaristía es el fundamento de nuestra fe católica; y es el sacramento y alimento que recitamos e invocamos a nuestro Padre celestial en la oración divina que Jesucristo nos enseño: Danos hoy nuestro pan de cada día…pan que es su amor divino en el cuerpo y sangre sacramental; mediante el cual todas las demás cosas se nos dan por añadidura: Buscad el reino de los cielos y todo lo demás se os dará por añadidura… Este es el alimento bajado del cielo para ir al cielo… Un cielo que no es sólo para mañana, sino que ya poseemos en nuestro corazón y que tiene como frutos, la paz, la alegría, la beatitud y la consciencia de sentirnos hijos verdaderos de Dio.
Este es el sentir de nuestra devoción popular bien formada, cuando vivimos este amor divino del “Cristo del amor”: mover nuestro alma, nuestro espíritu y nuestro corazón, como recita el poema anónimo de nuestra tradición mística hispana

“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte”…


En esta emoción y devoción de despertar nuestro corazón, que es a la vez canto, saeta que se eleva como oración en nuestro sentir popular de la semana santa. Romántico amor sobrenatural de divino y romántico del amor de Jesucristo. De tal modo que la devoción popular con sus multiforme advocaciones del “Cristo del amor”, la consideración de su pasión, muerte y resurrección, que tiene como objeto aquel “despertar” y “ver”, no solo con los ojos físicos, sino con los del corazón, aquella conversión de cada uno de nosotros en verdadero hijo y hermanos de Cristo, mediante su amor. “Porque si no le miramos y no consideramos lo que le debemos (la muerte que padeció por nosotros) como decía santa Teresa de Jesús- cómo podremos amarlo.
Algunos podrían decir en relación a las imágenes de nuestra tradición de la Semana Santa, que esas son idolatría, pues como el texto del Antiguo Testamento prescribe: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra: No te inclinarás á ellas, ni las honrará…”
Sin embargo, la clave de lectura de todas las Sagradas Escrituras, tienen como centro a Jesucristo, de tal modo que come el evangelio de Juan: “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer” (1,18). De tal modo que “por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina” (DV 2). He aquí la legitimidad de la imágenes en relación al conocimiento del Padre en el misterio de su amor infinito en el crucificado “Cristo del amor”. De quien el texto evangélico dirá: “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,6-13). Además, como escribe santa Teresa de Jesús, defendiendo la santísima humanidad de Cristo y la fuerza de su carácter afectivo en orden a despertar a los hombres a amar a Dio, pues “no somos ángeles, sino mientras vivimos en este cuerpo mortal, nuestro intelecto y todo nuestro espíritu encarnado tiene necesidad de apoyarse a lo corpóreo. No podemos amar en abstracto. He aquí la importancia de la humanidad de Cristo y su relación con nuestra vida. En este sentido el rostro y la realidad encarnada de Cristo, nos coloca en aquella dimensión profunda de la vida espiritual. Por esta razón, como comentaba Benedicto XVI en la Verbum domine,   “Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret”. Rostro, no de un Cristo muerto, sino de aquel rostro del Cristo del amor, que nos mueva, oír y ver, mediante la oración, más allá de los sentidos físicos de la carne; porque la comunicación de rostro de la humanidad de Cristo, no es un encuentro con rostro humano cualquiera, sino que envuelve el misterio que envuelve e interroga el misterio de toda persona humana, en una especie de sonoridad cuyo horizonte tiene resonancia de vida eterna. Por esta razón al rostro y a la humanidad de Cristo, y en general a cualquier rostro, como ya dijera  E. Lévinas, sólo podemos acercarnos mediante la escucha del corazón, de tal modo que como que quien ve el rostro de Cristo y escucha su palabra, sino que ve al Padre y escucha su palabra. No podemos vivir nuestra vida espiritual cristiana sin tener un modelo. Así,  «Siguiendo la narración de los Evangelios, vemos cómo la misma humanidad de Jesús se manifiesta con toda su singularidad precisamente en relación con la Palabra de Dios. Él, en efecto, en su perfecta humanidad, realiza la voluntad del Padre en cada momento; Jesús escucha su voz y la obedece con todo su ser; él conoce al Padre y cumple su palabra (cf. Jn 8,55); nos cuenta las cosas del Padre (cf. Jn 12,50); “les he comunicado las palabras que tú me diste” (Jn17,8). “Los Padres de la Iglesia, contemplando este misterio, ponen de modo sugestivo en labios de la Madre de Dios estas palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado todas las criaturas que hablan, se ha quedado sin palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra y con un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida»[1]. Aquí se nos ha comunicado el amor «más grande», el que da la vida por sus amigos (cf.  Jn 15,13)”[2]. La fuerza de la espiritualidad es la afectividad; que como fuerza psíquica y romántica de la antropología hispánica, debe estar llena del contenido de la gracia santificante de la confesión y la comunión.


[1] Máximo el Confesor, Vida de María, 89: CSCO, 479, 77.
[2] Benedicto XVI, Verbum Domini, 12

domingo, 10 de marzo de 2013

LA CASA DE NUESTRO SER. Carlos Romo Sanz



La casa de nuestro ser

Carlos Romo Sanz

En el Evangelio de este cuarto domingo de cuaresma nos presenta Cristo una imagen de Dios no como un vengador y castigador de los hijos malos, sino como Padre Misericordioso. (En realidad la llamada parábola del hijo pródigo tendría que ser la parábola del “Padre misericordioso”). Un Padre que con nostalgia espera al hijo que rompió con la familia y se marchó. El Padre sufre, no porque el hijo dilapide la herencia, o viva una vida desenfrenada en sexo, alcohol y drogas, o simplemente viva “su vida”. No es eso lo que le disgusta al Padre, sabe que su hijo no es feliz, y quiere darle todo lo bueno que tiene en su casa. Le quiere hacer heredero de su casa y posesiones. Compartir con él, pero respeta su libertad, no impone, espera…

En la mitología griega, Perseo, hijo de dios (Zeus) y de mujer, lucha contra los dioses porque piensa que los males llegan a los hombres por culpa de los dioses, que mataron a los padres que lo adoptaron y cuidaron. Zeus baja a la tierra porque ama a Perseo y desea que comparta con él, como su hijo, la vida de los dioses. Perseo renuncia a ir con Zeus al Olimpo y quiere vivir con los hombres, con los que ha estado siempre. Mitología que visualiza algo que se nos que se repite. Cristo, Hombre y Dios, viene a la tierra para hacer a los hombres hijos de Dios y hacernos partícipes del Reino de su Padre. El sabe que el Padre nos ama y nos espera. El cielo es la casa adecuada a nuestra naturaleza, la casa de nuestro ser, pero Cristo no crea mitología, ni piensa en un ser abocado a la muerte refugiado en la casa que se construye con la razón, como propondría Heidegger desde su existencialismo.