San Juan Bautista forma a sus discípulos en la sensibilidad para
apreciar los valores espirituales con los que puedan reconocer y seguir al
verdadero Mesías que estaban esperando. Nos aporta así una nota al inicio del AÑO DE LA FE: habla de
Cristo, no de sí. No busquemos que se nos escuche a nosotros, no queramos
aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, de nuestras voces.
Se evangeliza dando espacio a Aquel que es la Vida. Evangelizamos siguiendo a
Cristo. Seguimiento que no significa solo invocar su nombre para poner cruces en
los parques o adornarnos con ellas, o pretender imitar sólo al Jesús-hombre.
Ese intento fracasaría necesariamente; sería un anacronismo. El seguimiento de
Cristo tiene una meta mucho más elevada: llegar a la unión con Dios. Esa
palabra tal vez chocó a los oídos del hombre moderno que acabó “matando” a Dios
y hoy al postmoderno, que no deja de “resucitarlo” en variadas formas de
“idealismos” casi siempre nihilistas con perfumes narcisistas, creando paraísos
(cuando no crematísticos) holístico-astrológicos, o neo-paganismos con
toques de fortuna que terminan en el quiromántico “dios a la carta” que
calme esa sed que todos tenemos de infinito, de una libertad infinita, de una
felicidad ilimitada. Toda la historia de las revoluciones de los últimos dos
siglos sólo se explica así. La droga sólo se explica así. El hombre no se
contenta con soluciones que no lleguen a la divinización. Pero todos los
caminos ofrecidos por la “serpiente” es decir, la sabiduría mundana, fracasan. El
único camino es la identificación con Cristo, realizable en la vida
sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto de moralidad, sino un tema
“mistérico”, un conjunto de acción divina y respuesta nuestra. (Cfr. Joseph
Ratzinger, 10-12-2000).
Este misterio de la evangelización (hombres que anuncian vida divina) no se
puede vivir sin sacramentos y oración. Sin la experiencia personal de Dios en
mi vida. Jesús predicaba de día y oraba de noche, pero eso no es todo. Su vida
entera fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no
redimió el mundo con palabras hermosas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su
pasión es fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión da fuerza a su
palabra. Dios en su amor no excluye a nadie, su plan es sólo de amor. Por esto cuando la oración alimenta nuestra vida espiritual nos
volvemos capaces de conservar aquello que san Pablo llama "el misterio de
la fe" en una conciencia pura. La oración como una forma de
"acostumbrarse" a estar junto a Dios, crea hombres y mujeres animados
no por el egoísmo, del deseo de poseer, de la sed de poder, sino de la gratuidad,
del deseo de amar, de la sed por servir, es decir, animados por Dios; y solo
así se puede llevar luz a la oscuridad del mundo.
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