miércoles, 13 de marzo de 2013

Legitimidad de las imágenes de nuestra Semana Santa.




Legitimidad de las imágenes de nuestra Semana Santa
Juan Manuel Morilla Delgado

Nuestra Parroquia de San Pedro Apóstol en la Barriada del Río San Pedro venera a Jesucristo como  “Cristo del Amor”. Es el amor sobrenatural de Cristo el pan que nosotros necesitamos, con una mayor prioridad que cualquier otra necesidad. «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). Cristo, siendo el Cristo del Amor, como lo vemos representado en nuestra imagen; expresa a Cristo muerto de amor, desangrado de amor, deshidratado de amor; porque la sed de su amor por nosotros, por nuestra salvación, por nuestra santidad, ha hecho que Cristo exhale en su palabra la aspiración divina de su corazón: “Tengo sed”. Y aquí no se trata de una sed física, sino de una sed aún fuerte, que es la sed divina de salvar y morir; no sólo una vez, sino siempre con tal de salvar una sola alma. Es por ello ese carácter divino del amor de, o “Cristo del amor”, el que hace que Jesucristo, el único Mediador, como sacerdote y sacrificio, nos abre las puertas del cielo; que la Iglesia nos da por medio el sacramento del bautismo y mediante los demás sacramentos, particularmente en la Eucaristía. 
Este amor sobrenatural de Cristo, fundado en la Eucaristía es el fundamento de nuestra fe católica; y es el sacramento y alimento que recitamos e invocamos a nuestro Padre celestial en la oración divina que Jesucristo nos enseño: Danos hoy nuestro pan de cada día…pan que es su amor divino en el cuerpo y sangre sacramental; mediante el cual todas las demás cosas se nos dan por añadidura: Buscad el reino de los cielos y todo lo demás se os dará por añadidura… Este es el alimento bajado del cielo para ir al cielo… Un cielo que no es sólo para mañana, sino que ya poseemos en nuestro corazón y que tiene como frutos, la paz, la alegría, la beatitud y la consciencia de sentirnos hijos verdaderos de Dio.
Este es el sentir de nuestra devoción popular bien formada, cuando vivimos este amor divino del “Cristo del amor”: mover nuestro alma, nuestro espíritu y nuestro corazón, como recita el poema anónimo de nuestra tradición mística hispana

“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte”…


En esta emoción y devoción de despertar nuestro corazón, que es a la vez canto, saeta que se eleva como oración en nuestro sentir popular de la semana santa. Romántico amor sobrenatural de divino y romántico del amor de Jesucristo. De tal modo que la devoción popular con sus multiforme advocaciones del “Cristo del amor”, la consideración de su pasión, muerte y resurrección, que tiene como objeto aquel “despertar” y “ver”, no solo con los ojos físicos, sino con los del corazón, aquella conversión de cada uno de nosotros en verdadero hijo y hermanos de Cristo, mediante su amor. “Porque si no le miramos y no consideramos lo que le debemos (la muerte que padeció por nosotros) como decía santa Teresa de Jesús- cómo podremos amarlo.
Algunos podrían decir en relación a las imágenes de nuestra tradición de la Semana Santa, que esas son idolatría, pues como el texto del Antiguo Testamento prescribe: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra: No te inclinarás á ellas, ni las honrará…”
Sin embargo, la clave de lectura de todas las Sagradas Escrituras, tienen como centro a Jesucristo, de tal modo que come el evangelio de Juan: “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer” (1,18). De tal modo que “por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina” (DV 2). He aquí la legitimidad de la imágenes en relación al conocimiento del Padre en el misterio de su amor infinito en el crucificado “Cristo del amor”. De quien el texto evangélico dirá: “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,6-13). Además, como escribe santa Teresa de Jesús, defendiendo la santísima humanidad de Cristo y la fuerza de su carácter afectivo en orden a despertar a los hombres a amar a Dio, pues “no somos ángeles, sino mientras vivimos en este cuerpo mortal, nuestro intelecto y todo nuestro espíritu encarnado tiene necesidad de apoyarse a lo corpóreo. No podemos amar en abstracto. He aquí la importancia de la humanidad de Cristo y su relación con nuestra vida. En este sentido el rostro y la realidad encarnada de Cristo, nos coloca en aquella dimensión profunda de la vida espiritual. Por esta razón, como comentaba Benedicto XVI en la Verbum domine,   “Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret”. Rostro, no de un Cristo muerto, sino de aquel rostro del Cristo del amor, que nos mueva, oír y ver, mediante la oración, más allá de los sentidos físicos de la carne; porque la comunicación de rostro de la humanidad de Cristo, no es un encuentro con rostro humano cualquiera, sino que envuelve el misterio que envuelve e interroga el misterio de toda persona humana, en una especie de sonoridad cuyo horizonte tiene resonancia de vida eterna. Por esta razón al rostro y a la humanidad de Cristo, y en general a cualquier rostro, como ya dijera  E. Lévinas, sólo podemos acercarnos mediante la escucha del corazón, de tal modo que como que quien ve el rostro de Cristo y escucha su palabra, sino que ve al Padre y escucha su palabra. No podemos vivir nuestra vida espiritual cristiana sin tener un modelo. Así,  «Siguiendo la narración de los Evangelios, vemos cómo la misma humanidad de Jesús se manifiesta con toda su singularidad precisamente en relación con la Palabra de Dios. Él, en efecto, en su perfecta humanidad, realiza la voluntad del Padre en cada momento; Jesús escucha su voz y la obedece con todo su ser; él conoce al Padre y cumple su palabra (cf. Jn 8,55); nos cuenta las cosas del Padre (cf. Jn 12,50); “les he comunicado las palabras que tú me diste” (Jn17,8). “Los Padres de la Iglesia, contemplando este misterio, ponen de modo sugestivo en labios de la Madre de Dios estas palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado todas las criaturas que hablan, se ha quedado sin palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra y con un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida»[1]. Aquí se nos ha comunicado el amor «más grande», el que da la vida por sus amigos (cf.  Jn 15,13)”[2]. La fuerza de la espiritualidad es la afectividad; que como fuerza psíquica y romántica de la antropología hispánica, debe estar llena del contenido de la gracia santificante de la confesión y la comunión.


[1] Máximo el Confesor, Vida de María, 89: CSCO, 479, 77.
[2] Benedicto XVI, Verbum Domini, 12

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